¿Se conocieron Hipócrates y Sócrates en la Atenas de Pericles? No hay testimonios, pero no les habrían faltado temas sobre los que conversar. Figuras casi legendarias de sus respectivas disciplinas, la medicina y la filosofía, puede decirse que su trabajo era el mismo: sanar, conducir a los demás a la salud. Lo que divergía era el ámbito en el que se empleaban: Hipócrates, en el cuerpo, y Sócrates, en el alma.
Medicina y filosofía se cruzan en temas tan capitales para el ser humano como el dolor y la muerte. La una puede aprender muchísimo de la otra, y de la suma de ambas se obtiene una de las ideas más completas de lo que significa nacer, vivir y morir. Con este presupuesto en común, Serge Daneault (médico) y Jean Grondin (filósofo) conversan en Entre Hipócrates y Sócrates sobre sus respectivas disciplinas y sobre la necesidad de superar la asfixia de la especialización para alcanzar una comprensión amplia de la existencia. A continuación, un extracto del libro.
La medicina y su evolución
Serge Daneault: Mientras reflexiono sobre las Confesiones, me pregunto si la filosofía puede ayudarnos a tener una mirada analítica y crítica con respecto a la medicina actual y, si es así, de qué modo. Hablo de la medicina de hoy en día, pero soy consciente de que para comprenderla hay que ver su evolución de los últimos siglos. En la lectura de Platón que estoy haciendo (a pequeñas dosis, sin embargo), se habla mucho de medicina y de médicos. Los médicos de la época clásica, ¿eran tan diferentes de los de hoy? ¿Puede ser que ya no queden rasgos de los médicos de antes en los que hoy se ocupan de nuestra salud?
Jean Grondin: ¿Puede la filosofía ayudar a la medicina de hoy? Por supuesto, y diría que lo contrario también es cierto: la filosofía tiene asimismo mucho que aprender de la medicina, del rigor y de la entrega de los médicos, y es una de las razones por las que me gusta dialogar con usted. ¡Evidentemente, son palabras mayores, la filosofía y la medicina! ¿Qué filosofía y qué medicina? Usted hace hincapié en que la medicina ha evolucionado mucho. Es el mismo caso de la filosofía. Encontrará tantas concepciones de la filosofía como representantes y profesores de filosofía hay. Quizá sea menos cierto para la medicina, pero ¿quién hoy en día puede pretender abarcar el conjunto de lo que es la medicina (o la filosofía), bajo todas sus formas y en todos sus quehaceres?
Lo que me parece importante es que los médicos reflexionen sobre lo que hacen, sobre sus tareas, sobre los retos que deben enfrentar y sobre las innumerables cuestiones filosóficas que despierta su profesión. Los médicos no son solo técnicos o máquinas que reconocen unos síntomas y prescriben los correspondientes tratamientos, que un ordenador (o un programa de inteligencia artificial) les indique. Tienen que tomar decisiones tan relevantes que a menudo son decisiones de vida o muerte; tienen que reflexionar sobre el sentido de la vida y de la muerte. Cada vez que lo hacen, son filósofos y tienen algo que enseñarnos.
Usted habla precisamente de la historia de la medicina, que es una hermosa disciplina (un tío abuelo mío, el Dr. De la Broquerie Fortier [1904-1994] —tío de mi padre— se interesaba mucho por ella y fue presidente hace mucho tiempo de la Sociedad Canadiense de Historia de la Medicina). Me temo que no la enseñan suficientemente en las facultades de Medicina. La filosofía es una disciplina que, al igual que la música, resulta impensable sin su historia. Usted es el médico y conoce mucho mejor que yo la historia de la medicina. Dígame, ¿en qué son distintos los médicos de hoy de los de antes?
Serge Daneault: A decir verdad, no estoy muy seguro de conocer la historia de la medicina. No obstante, no es necesario conocerla para afirmar que los médicos de hoy son distintos de los de ayer. La primera razón es que la medicina del último siglo ha estado marcada por dos fenómenos que a veces quizá sean opuestos. Estos dos fenómenos son la ciencia y el dinero (del que hablaremos más adelante). Pero cuando hablamos de ciencia, si excluimos este difícil período de la pandemia de 2020 y de los años siguientes (y sobre la que también volveremos), nos cuesta imaginar hasta qué punto los descubrimientos científicos han modificado en profundidad la práctica de la medicina. Tengo hijos y nietos, y puedo dar fe de que sin la medicina algunos probablemente ya no estarían en este mundo. Por tanto, considero la cientificidad de la medicina contemporánea como un bien inestimable.
Pero observemos la evolución de la medicina, si puedo extenderme al respecto. Cuando leemos a Platón, nos damos cuenta de que esta profesión ocupaba ya un lugar prominente en la vida de los hombres de la antigua Grecia, aunque no disponían de la ciencia moderna para diagnosticar y curar a los enfermos. Tal como he dicho, las referencias a la medicina y a los médicos son numerosas en las obras del maestro, y la descripción que hace de la actividad médica me parece aún de actualidad cuando habla del médico libre (que opone al médico de los esclavos, pero esto es harina de otro costal). Explica que «el médico libre trata y vigila por lo general las enfermedades de los [hombres] libres, estudiándolas desde su surgimiento y de acuerdo con su naturaleza. Mientras comparte el tratamiento con el enfermo y con sus seres queridos, aprende algo de los pacientes y también, en la medida de lo posible, lo instruye». Tengo la impresión —y usted podrá confirmarlo— de que el médico de la Antigüedad tiene algo de sacerdote, puesto que su arte es divino, en cierto modo. El médico de la Antigüedad aconseja a personas enfermas a la luz de conocimientos adquiridos sobre la marcha o transmitidos por sus padres, porque los médicos de aquella época aprendían su oficio observando a sus mayores. Con lo que me quedo de esta definición de la medicina de Platón es con los verbos tratar, vigilar e instruir, que indican que la actividad médica consistía principalmente en acompañar al enfermo.
[…] Para un médico, el sufrimiento es el pan de cada día, se dé cuenta o no, lo quiera o no. Así pues, podemos preguntarnos por qué se forma tan poco a los facultativos, o nada en absoluto en la mayor parte de los casos, para reconocer, evaluar y acompañar en el sufrimiento. Un sociólogo de Calgary que tiene un cáncer avanzado escribía recientemente que soñaba con el día en que la formación de todos los profesionales de la salud incluyera sistemáticamente una asignatura de tiempo completo durante un semestre entero a propósito del sufrimiento. Permítame soñar con él. Porque el sufrimiento es como un cáncer: cuanto más lo ignoramos, más estragos causa. Y el sufrimiento está por todas partes, aunque apenas le prestemos atención, porque no se muestra ostensiblemente: es vergonzoso y se oculta ante las miradas de los insensibles.
Empecé a interesarme realmente por el fenómeno del sufrimiento cuando comencé a trabajar en cuidados paliativos con personas que morían de sida en los años noventa. Al querer hacer este trabajo obtuve entonces, con bastante facilidad, un empleo en el CLSC Centro-Sur, situado en pleno centro del barrio gay, rebautizado desde entonces como «el CLSC de los suburbios». En aquella época, en Montreal existían activistas gais que militaban con ahínco para que las personas enfermas de sida —que mayoritariamente eran hombres homosexuales o consumidores y consumidoras de drogas inyectables— fueran tratados con humanidad, fuera de los hospitales, donde se les consideraba como apestados. Pedían, entre otras cosas, que un médico hiciera visitas a domicilio para ocuparse de los enfermos de sida que ya no podían ir al hospital o a la clínica. Para recordar mejor cómo era aquella época hay que ver, o volver a ver, la película 120 pulsaciones por minuto, en la que un joven muere de sida, exhausto, con el cuerpo devastado por el sarcoma de Kaposi y un rostro cadavérico en el que solo quedan unas orejas desproporcionadas. Como visitaba a estos enfermos en su domicilio, a menudo veía foto grafías de cómo eran antes de su enfermedad. Recuerdo a una mujer a la que visitaba en un piso pequeño. Me recibía sentada en una butaca situada ante una fantástica fotografía de cuerpo entero de ella, donde se la veía majestuosa, llena de vida y de confianza. Me decía a mí mismo que había conservado esta foto porque quería que el recuerdo de lo que había sido no pereciera con la huella que la enfermedad había grabado en su cuerpo. ¿Acaso esto no ilustra el hecho de que nuestra existencia es tanto cuerpo como recuerdo?
No conozco ninguna enfermedad tan reveladora de este entrelazamiento demoníaco entre la biología implacable y la dureza aún mayor de la dimensión social. Estos hombres y estas pocas mujeres (porque en aquella época eran poco numerosas) se apagaban entre la humillación y el rechazo, rodeados solo de sus semejantes que se esforzaban por inventar ritos de paso y celebraciones de vida que únicamente ellos podían imaginar, pero que en la actualidad podrían inspirarnos mucho a quienes estamos ávidos de sentido.
En aquella época fui testigo del sufrimiento puro, inexplicable, injusto. Había dolor, por supuesto, que no era reconocido y que a menudo adoptaba la forma de sensaciones intolerables de quemazón y de descargas eléctricas en los miembros inferiores, pero se daban también todas esas formas de sufrimiento no asociadas a las manifestaciones físicas de la enfermedad, mientras todo se interrelacionaba para formar un cuadro que difícilmente podíamos aprehender correctamente. Por ello quise comprender este sufrimiento, porque estaba convencido de que, para aliviarlo, en primer lugar había que explicarlo, descubrir cómo nacía y cómo se propagaba.
Actualmente, tras casi treinta años de investigaciones y reflexiones sobre el fenómeno, debo confesar que estoy lejos de haber alcanzado una comprensión satisfactoria del sufrimiento. Este problema sigue llenando mi pensamiento, porque siento que sufrimiento y vida son indisociables.
[…] Jean Grondin: Le agradezco su conmovedor testimonio y le felicito por su compromiso con los enfermos de sida, que durante mucho tiempo fueron considerados como apestados a evitar. ¡Bravo! Es la medicina en estado puro, esa que no se aleja ante el sufrimiento ni ante la miseria, sino que, por el contrario, se siente directamente interpelada por ellos. Efectivamente, resulta bastante sorprendente saber que los médicos no aprenden lo que es el sufrimiento, que, sin embargo, es su razón de ser. Cuando nos atiende un médico de urgencias por cualquier malestar, o sea, por algún sufrimiento, hoy en día siempre nos piden que evaluemos nuestro dolor en una escala de cero a diez. ¡Qué falta de sensibilidad! ¡Ya he entendido que hay que decir siempre diez si queremos que nos traten cuanto antes!