De padres a hijos: la dinámica de la transmisión se encuentra en la base de todas las civilizaciones. Transmitiendo consejos, costumbres, relatos o experiencias, los mayores equipan a los jóvenes para hacer frente al mundo. Catherine Chalier, sintetizando algunas ideas de su brillante ensayo Transmitir de generación en generación, reflexiona en el siguiente texto sobre la actual crisis de la transmisión intergeneracional.
Las civilizaciones saben que lo humano se arranca del abismo. Cada una a su manera, se lo enseñan a las nuevas generaciones transmitiendo palabras, historias, saberes, valores e ideas. Hoy día, tal transmisión está en crisis en los países occidentales. En nombre de la autonomía, o bien alegando la pluralidad de origen de los alumnos, los grandes relatos fundadores de esos países son a menudo rechazados, incluso olvidados o desconocidos. La ignorancia de nuestra historia reciente es además grande entre las nuevas generaciones.
Los actos de la transmisión constituyen, sin embargo, la savia misma de todas las sociedades humanas porque cada niño necesita escuchar palabras vivificantes para tener la oportunidad de descubrir recursos en sí mismo. Ningún adulto está exento de transmitir tales palabras, pero existen peligros que pesan sobre esta transmisión, y sus efectos suelen ser dramáticos. Así, una tutela de la libertad, mediante el adoctrinamiento, o, por el contrario, un énfasis excesivo en la autonomía del individuo, al que bastaría con transmitirle informaciones y conocimiento, afecta al vínculo simbólico entre las generaciones, a veces de manera desesperada. Transmitir de generación en generación tiene como objetivo medir este peligro para reflexionar mejor sobre las exigencias, antiguas y nuevas, que dan fuerza, significado y dinamismo a la palabra humana dirigida por los mayores a los más jóvenes. Se revela entonces que el «yo» de la persona –entiendo por esto su unicidad, del todo irremplazable– está siempre en el corazón de la transmisión, porque el «yo» humano no sabe ni crecer ni vivir sin la claridad de ls palabras que se dirigen a él. ¿Por qué, entonces, y en qué circunstancias fracasa el acto de transmitir en lugar de incitar a aprender, escuchar, desear y vivir? ¿Por qué y cómo puede, por el contrario, dar a las nuevas generaciones el gusto por todo ello y un impulso afectivo por la vida?

Este no es ni un cuestionamiento técnico ni una simple interrogación pedagógica, cosa que ya sabían los antiguos, ya fueran los filósofos griegos o los profetas de la Biblia. El acto de transmitir, en efecto, va más allá de la técnica y la pedagogía. Implica continuidad y ruptura en el orden de las generaciones, requiere un vínculo sutil entre la tradición y la innovación, entre el pasado y el futuro, como lo enseñan, en particular, los pensamientos provenientes de la Biblia. El examen de algunos de los actos de habla que están en el corazón de la transmisión es el objeto de este libro: contar, explicar y demostrar, adoctrinar, informar, escuchar, desear y testimoniar. Transmitir de generación en generación se propone subrayar sus beneficios y advertir contra los peligros que acechan. Se apoya en las fuentes griegas y romanas, judías y cristianas, para las cuales la transmisión es un hilo de resistencia a lo trágico de la historia, un hilo de esperanza. Transmitir no es encerrar a la nueva generación en el pasado: es darle el impulso indispensable para avanzar, para descubrirse a sí misma y para renovar el legado. Si bien a menudo son útiles, las mejores herramientas puestas a disposición de los pedagogos no son suficientes para ello. El acto de transmitir no se reduce ni a una técnica de vanguardia, ni a una pedagogía innovadora. Puede ocurrir que se vea amenazado por falsificaciones incapaces de pensarlo, de vivirlo y de hacer vivir gracias a él.
Se pueden transmitir ideas y valores que no hacen vivir: ideas que, incluso siendo bellas, profundas y verdaderas, por ejemplo, son transmitidas por mayores que no viven decididamente de lo que transmiten, o que transmiten con ellas también sus fracasos, su culpabilidad o su angustia, para que otros las lleven con ellos o por ellos. Aquellos a quienes se les transmiten, entonces, tienen el trágico dilema de saber qué hacer con ellas: ¿rechazarlas al mismo tiempo que se les impone la ruptura con la persona o las personas que las han transmitido? ¿Aceptarlas para seguir siendo fieles y leales a esas personas, aunque sea contra su voluntad? Inversamente, se pueden transmitir ideas y valores que hacen vivir, y, sin embargo, no son recibidos, por desafío, por despecho o por rebelión, o por imposibilidad de vivir con ellos. Además, las ideologías de la comunicación son a menudo, paradójicamente, un freno al acto de transmitir. Un acto que tiene como objetivo educar, suscitar el deseo de vivir orientado por palabras verdaderas. Transmitir es preguntarse qué ser humano esperamos dejar después de nosotros. ¿Es algo que nos preocupa? Un ser humano que es un otro respecto a nosotros, si es cierto que transmitir implica continuidad y ruptura en el orden de las generaciones. Transmitir lo que hemos recibido también es una forma de agradecer.
Entre los actos examinados en este libro, mencionaré aquí el acto de contar, ya que resalta la dimensión dativa de la palabra. «Contarás a tus hijos», dice a menudo la Biblia. Es generalmente la primera forma de transmisión, no disocia las palabras, las imágenes y los afectos. Se dirige a la inteligencia al mismo tiempo que a la emoción y permite a los más jóvenes comenzar a descifrar el enigma de su propia vida. Hoy día, la transmisión de los grandes relatos se ha vuelto más difícil debido a las rupturas de la historia, pero me parece que es necesario, a pesar de todo, seguir velando por ellos.
Los ideales de la ilustración valoran sobre todo los actos que explican o que demuestran, ponen en el centro de su pensamiento el aprendizaje del razonamiento y la argumentación. Son evidentemente indispensables en una democracia. Pero no está claro que sean suficientes para luchar contra los actos que adoctrinan o que buscan fascinar. El acto de informar, a menudo valorado, no basta por sí solo. Informar no es educar, a pesar de las pretensiones tecnológicas contemporáneas. ¡No basta con dejar a un niño o a un adolescente solos frente a su ordenador para librarse de la tarea de educador o de padre! Se fomenta, se dice, su autonomía, pero eso es ciertamente una ilusión (o una mentira), ya que las redes sociales valoran el mimetismo y suelen ser implacables con los más débiles.
Transmitir también presupone saber escuchar, porque quien no escucha, no habla. Esto pasa por una apertura del deseo, el del maestro y el del alumno, para emplear esos términos que se han vuelto obsoletos. Es necesario, de hecho, interrogarse sobre el lugar del amor en los actos de transmisión. Transmitir es, finalmente, testimoniar, con la vida y con los compromisos, lo que las palabras solas no pueden decir.
El escritor Georges Steiner evoca «las maravillas de la transmisión». Estas maravillas solo tienen sentido si logran hacer vivir juntas generaciones diferentes, pero también alumnos y jóvenes de orígenes a menudo muy distintos en las sociedades europeas actuales. El acto de transmitir, en efecto, se realiza en un contexto histórico, geográfico, político, etc., a menudo difícil, un contexto en el que coexisten minorías y mayorías, partidarios del particularismo y partidarios del globalismo. En las escuelas de hoy, con frecuencia los niños tienen orígenes culturales muy diversos. Por eso, Transmitir de generación en generación examina, en su postfacio, cómo la educación debe solicitar su atención sobre lo que pueden compartir dentro del marco de una educación que vela por lo universal y lo particular. Es necesario, de hecho, abordar con delicadeza las emociones de unos y otros, emociones herederas de memorias diferentes que las disciplinas escolares no pueden borrar. La delicadeza indispensable en la atención prestada a cada niño, siempre portador de una historia singular, a veces brutal, debe sin embargo conjugarse con el firme sentimiento de que la tarea de la escuela es transmitir una cultura a todos. Lo que no significa limitarse a las disciplinas científicas, consideradas más universales que la literatura o la filosofía, por ejemplo. No solo porque estas últimas pueden dar forma y sentido a pensamientos y emociones singulares, sino también y sobre todo porque descentran el yo. Participan de la emancipación de los alumnos abriendo una brecha benéfica en la pregnancia de las determinaciones iniciales que pesan sobre ellos.
Recordaré para concluir estas palabras de Simone Weil: «La alegría de aprender es tan indispensable para los estudios como la respiración para los corredores», y añadiré que «la alegría de transmitir» también lo es.
