Los límites de la democracia: el desencanto político de una generación

La democracia… ¿Quién podría no estar a favor de ella? «Democracia» es un concepto de gran valor apreciado en todas partes, posiblemente el concepto de gran valor de la Modernidad occidental por antonomasia. Stephan Lessenich defiende que, si bien las sociedades modernas son sociedades democráticas, esta equiparación de apariencia sencilla es un elemento fundamental del modo en que la Modernidad se percibe a sí misma.

El valor de la democracia

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Integración a pesar de la diferencia; unidad en la diversidad; autodeterminación en la vida en comunidad: todas estas ideas directrices aparentemente contradictorias de la socialización moderna están ligadas a la «invención» y a la existencia de instituciones y de procedimientos democráticos. La célebre frase de Winston Churchill acerca de la democracia como la menos mala de las variantes conocidas de regímenes políticos da, con su sobria agudeza alejada de todo énfasis idealizador, en la tecla: es la democracia la que torna siquiera posible el hecho, de otro modo altamente improbable, de que la sociedad esté en condiciones de controlar la complejidad social.

El hecho de que, a pesar de todas las repetidas críticas que se le hacen a su funcionalidad, la democracia siga teniendo, en el plano de la norma moral, una posición tan buena como antes, se evidencia, entre otras cosas, en el hecho de que casi nadie desea ser tenido por no democrático o por antidemocrático. No es casual que incluso autócratas reconocidos reclamen para sí mismos y para sus intenciones que se les otorgue su sello de calidad. La «democracia dirigida», hoy defendida por la Rusia del «demócrata puro» Putin pero practicada ya a finales de la década de 1950 por el entonces presidente de Indonesia Sukarno, solo es uno de los numerosos intentos de gobernantes de todas partes del mundo por ajustar los principios democráticos a las costumbres nacionales o bien a las presuntas particularidades del respectivo «carácter popular» (es decir, ablandarlos). E incluso el general Augusto Pinochet, que derribó con un golpe de Estado la democracia popular de Salvador Allende en el Chile de 1973, activamente ayudado por uno de los países padres de la democracia, y que cargó sobre su conciencia, desde entonces, miles de vidas humanas, insistía en presentar a su forma de gobierno, cuasi-democráticamente, como una «dictablanda», o sea, como una dictadura política suave que, en realidad, propiciaría la preservación o incluso el restablecimiento de los derechos civiles.

La célebre frase de Winston Churchill acerca de la democracia como la menos mala de las variantes conocidas de regímenes políticos da, con su sobria agudeza alejada de todo énfasis idealizador, en la tecla.

De allí que, si con el correr del tiempo empezó a parecer que la democracia está en peligro también aquí, en este país, si en la actualidad se habla por doquier de una crisis, o incluso del declive y el desmoronamiento de la democracia liberal, entonces corresponde que suenen, efectivamente, las campanas de alarma social —puesto que el desencanto político afecta al núcleo, al corazón mismo de la Modernidad.

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Ahora bien: también es un hecho que no empezaron recién ayer a ser tematizadas públicamente manifestaciones ocasionales de agotamiento de la menos mala de las formas de gobierno. Muy por el contrario, el debate en torno al «desencanto político» en la ciudadanía acompaña el acontecer de la política ya desde hace mucho. En la República Federal de Alemania el concepto caracterizó a la opinión pública ya a finales de la década de 1980 —por ende, aun antes del comienzo de las decepciones de la reunificación—.

En 1992 la Academia del idioma alemán la nombró «palabra del año» y apenas dos años después fue incorporada al diccionario Duden.
Posicionado conceptualmente en un espacio asociativo común con sentimientos de frustración, de disgusto y de insatisfacción, es un hecho que el diagnóstico de desencanto también hace referencia a la proximidad con estados de ánimo similares, pero más agresivos, como la amargura, el rencor y la ira. Y, sin embargo, la referencia al disgusto de la gente respecto a «la política» por parte de las ciencias políticas de alguna manera permaneció en general en la superficie de los fenómenos: a partir del desencanto político de base a menudo se generó en el discurso político incluso el desencanto de los políticos, personalizable, para el cual cualquiera podía encontrar sin dificultad un ejemplo atinado. O bien se transformó en el topos del desencanto de los partidos, que sugería (apelando a estereotipos capaces de conseguir aceptación generalizada en torno a la vida comunitaria local y el «trabajo duro») una aparente proximidad con la vida, al cual se reaccionó con un gesto condescendiente de encogimiento de hombros en última instancia intrascendente.

El debate en torno al «desencanto político» en la ciudadanía acompaña el acontecer de la política ya desde hace mucho.

Así, pues, el distanciamiento del acontecer político, que ya en aquel entonces era claramente popular, no fue relacionado, por mucho tiempo, con una aproximación de amplios sectores de la población a brotes populistas. Más bien se lo veía como una comprobación de la apatía propia de la prosperidad de una población ocupada en otros asuntos como la planificación familiar y el consumo. O bien se lo atribuía a la siempre renovable «generación joven», para la cual los vínculos democráticos vigentes se habrían vuelto sencillamente obvios y por ello, a diferencia de lo que ocurría todavía con sus padres, en el plano político tan solo dejaba que pasara lo que tuviera que pasar. En cambio, no fue formulada, en general, la variante de interpretación que parece menos inocente, a saber: que detrás de la progresiva despolitización que en las jornadas electorales es llorada con lágrimas de cocodrilo por la noche, ante las cámaras encendidas, después de cada nuevo retroceso de la participación electoral (y que acto seguido es dejada nuevamente en el olvido), se podía haber estado ocultando una crítica al sistema que, por el momento, seguía siendo pasiva.

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Esto en la actualidad es completamente distinto: hoy la preocupación pública por la democracia es más profunda. En ocasiones, incluso, todo se juega en ella. No pocas veces se hacen paralelismos históricos con la década de 1920 y la zozobra de la República de Weimar —en tanto «democracia sin demócratas»—. El ascenso de la Nueva Derecha en Alemania y Europa; la proliferación de democracias autoritarias en las sociedades postsocialistas y la política gubernamental populista de derecha en Austria e Italia; la entrada en la escena pública de los «indignados», denominados así por sí mismos o por otros; las innovadoras erupciones de desprecio y de odio en las «redes sociales»; la maquinaria de agitación transmedial que en última instancia solo gira en falso; el carácter irreconciliable del trato en el debate político; y, por último, la dinámica de suspensión de la comunicación entre opiniones al parecer incompatibles que penetró hasta el interior del ámbito privado: todo ello, también (y, tal vez, especialmente), a quien en el mejor de los casos conoce de oídas las épocas turbulentas de la política, le recuerda, con inquietud, a «antes».

Posdemocracia

En cierto modo, el politólogo y sociólogo británico Colin Crouch escribió, prácticamente, el libro en el que se basó la película que se está proyectando ante los ojos espirituales de quienes temen por la democracia de posguerra. Con Post-Democracy, aparecido por primera vez en 2004 y también en traducción alemana cuatro años después, Crouch ha tocado, de manera absolutamente evidente, la fibra sensible de la época —y ha forjado un concepto que no solo ha provocado una oleada de bibliografía académica, sino que también se volvió moneda corriente en el debate político mediático—. Hoy, en donde sea que se encuentren reunidas, en nombre de la preocupación por la democracia, dos o tres personas, la «posdemocracia» de Crouch estará a la orden del día.

En una palabra: hoy en día no se trata de política, sino de politainment.

Crouch califica a la democracia realmente existente en nuestros días, en última instancia, de caduca, dado que detrás de la fachada de un orden democrático en funcionamiento —con todo lo que ello implica: división de poderes, cambios de gobierno, reserva de ley— se efectúa, en los hechos, un lento socavamiento y una lenta depreciación de los procesos de formación de opinión política y de toma de decisiones. La razón fundamental para que ello suceda sería el predominio cada vez más desenfrenado de los intereses económicos, que se manifiesta por lo menos de dos maneras: por un lado, como un complejo de industria mediática que solo sirve para la producción de atención superficial; por el otro lado, en forma de una multitud de grupos de presión económicos que operan a puerta cerrada entre los bastidores de la política. Las «auténticas» decisiones —esta es la esencia del argumento— no son tomadas por los representantes electos democráticamente por la ciudadanía sino por poderosos representantes de intereses particulares con acceso inmediato a funcionarios y administradores, consejeros y entidades reguladoras. Este estado de cosas se le oculta al público por medio de un espectáculo político en el que apenas se sigue tratando de algo sustancial y en cambio se trata mayormente de lo «humano, demasiado humano»: de puestos lucrativos y de posts hechos para aumentar la visibilidad en lugar de tratarse de posicionamientos con contenido; se trata del combate por la mayor atención en lugar de tratarse de las mejores soluciones. En una palabra: hoy en día no se trata de política, sino de politainment.

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