Cuando hablamos de narcisismo, hablamos de nuestra imagen. Y cuando hablamos de autoestima, hablamos del valor (a-precio) que atribuimos a nuestra imagen y que estamos dispuestos a defender a toda costa. Así que no es extraño que el narcisismo pueda ser considerado una experiencia universal y transversal. Con este extracto de Atrapados en el espejo. El narcisismo y sus modalidades, de Manuel Villegas, profundizaremos en este fenómeno mundialmente conocido.
El narcisismo es un fenómeno que nos afecta a todos y que la aparición de las redes sociales no ha hecho más que potenciar. Continuamente estamos proyectando nuestra imagen a través de plataformas como Instagram, Facebook, u otras, inundándolas de las fotos que previamente hemos tomado con nuestro teléfono móvil. Estas fotos llevan un nombre “selfies”, que ya lo dice todo: fotos que yo he tomado de mí mismo, por mí mismo y para mí mismo, aunque luego las pueda querer compartir con otros para que, a su vez, me devuelvan sus comentarios sobre las mismas.
Naturalmente nuestra imagen no se reduce exclusivamente a la representación de la apariencia corporal externa por medio de medios fotoquímicos o electrónicos, propios de la tecnología moderna. Ya los romanos fueron maestros en el retrato escultórico de grandes personajes, que podían pagarse el laborioso trabajo del artista que esculpía sobre piedra o fundía en bronce la figura de sus mecenas, tradición que retomaron los artistas renacentistas, barrocos y neoclásicos, siglos después.
El valor dado a la imagen física o apariencia corporal tiene atenazada a gran parte de la población tanto masculina como femenina y se halla relacionada con fenómenos como el culto al cuerpo y la moda, o entre los factores desencadenantes de patologías graves, entre ellos, los trastornos alimentarios. Ellen West (1888-1921), una paciente anoréxica que en su época fue diagnosticada de esquizofrenia, quiso suicidarse antes que “llegar a ser, vieja, gorda y fea”, lema que encuentra su equivalente en el estribillo de la canción de María Isabel López: “antes muerta que sencilla”, con el que una niña de 9 años embaucó a un auditorio, dispuesto a jalear la cosificación del cuerpo de la mujer.
Enamoramiento narcisista de la propia imagen
Pero esta imagen que tenemos de nosotros mismos, no es de nuestra exclusiva pertenencia, sino que habitualmente se forma a partir del reflejo que recibimos o imaginamos recibir de los demás. De este modo, la mirada de los otros se convierte en el espejo donde nos vemos reflejados, haciendo efectivo aquel aforismo de Antonio Machado en uno de sus proverbios y cantares: “el ojo que ves, no es ojo porque tú lo veas, es ojo porque te ve”. Y es en esa mirada ajena y enajante donde se produce el enamoramiento narcisista de la propia imagen. De este modo, el “espejo” juega un papel simbólico, a la vez que real, en el narcisismo.
La fama
Otra imagen que puede alcanzar un valor mucho más alto que el de la apariencia física, es la que corresponde a la reputación social en los distintos ámbitos de la vida, cuyo significado condensamos en la palaba “fama”. También entre los antiguos encontramos relatos dirigidos ensalzarla e invocarla, hasta el punto que para ellos era una de las divinidades de la mitología greco-romana, con su correspondiente altar en la ciudad de Atenas.
La fama (etimológicamente “lo que se dice de alguien”) mueve el mundo del deporte, del cine o del espectáculo, del poder, de la moda e incluso de la ciencia. Ha sido buscada por aquellos a quienes sonríe, y denostada por aquellos a quienes maltrata. En su famosa “oda a la vida retirada”, Fray Luís de León la rehúye como fuente de alteración del estado de ánimo, cuando escribe:
«No cura si la fama / canta con voz su nombre pregonera / ni cura si encarama / la lengua lisonjera / lo que condena la verdad sincera».
En la actualidad, cualquier personaje avispado con una cámara y aprovechándose de una plataforma digital al uso, como YouTube, TikTok, u otras, puede llegar a ser alguien famoso sin demasiado esfuerzo, recogiendo miles de seguidores y convirtiéndose en influencer, de un día para otro, casi sin salir de casa.
La fragilidad de la fama es también una experiencia universal, hasta el punto que ha llevado a muchos a morir por alcanzarla o suicidarse antes que perderla. Difamar, por ello, es uno de los peores ataques a la integridad personal, puesto que priva a la persona de su dignidad social y suscita uno de los sentimientos más destructivos: la vergüenza. La vergüenza es uno de los sentimientos sociales más primarios hasta el punto que en algunas culturas, como la japonesa, está bien visto que una persona se dé muerte a sí misma para reparar su honor o evitar la deshonra a través del ritual suicida seppuku, más conocido habitualmente entre nosotros como harakiri. Su carácter ritual le otorga a esta forma de suicidio un carácter reparador o expiatorio.
La comparación
Los seres humanos son la única especie, cuyos individuos no están de acuerdo consigo mismos, y por eso no cesan de compararse: quisieran ser otros o como otros, o más que otros, aunque con frecuencia se vean inferiores a ellos. Comparar significa emparejar, es decir poner de lado un par de individuos o colectivos para señalar o destacar las igualdades y las diferencias, las superioridades o las inferioridades de uno respecto a otro.
Estas comparaciones ya las hacen los padres desde que nacen sus hijos, los vecinos de la escalera y los profesores de la escuela que los ven crecer, y los niños cuando juegan en el patio o compiten entre ellos. Las revistas del corazón o los programas de televisión, continúan esta labor de zapa, una vez crecidos. Y lo más habitual es que las personas lo continúen haciendo por sí mismos, toda la vida. Niños y adultos son comparados en belleza, fuerza, riqueza, inteligencia. Se establecen competiciones deportivas y concursos de cocina, se conceden Óscars en Hollywood, Premios Nobel de las más diversas ramas del saber en la Academia de Ciencias en Estocolmo y Medallas al mérito deportivo en las distintas sedes olímpicas, cada cuatro años.
Atrapados en el espejo
O sea que hay un error. Y ese error consiste en vivir pendientes del reflejo de los demás. Su mirada, real o imaginaria, se convierte en el espejo donde quedamos atrapados. Ya no nos percibimos solo desde dentro (autopercepción), sino que nos vemos y evaluamos desde fuera. La imagen que refleja el espejo, aunque plana, bidimensional, invertida y frágil, suplanta la presencia; la apariencia sustituye la esencia.
El retrato de Dorian Gray
Este atrapamiento en el espejo se halla muy bien simbolizado en la novela El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde (1890/2010). Dorian Gray era un joven sumamente agraciado. Quiso el destino que el físico de Dorian llamase la atención de un renombrado artista, y éste emprendió la tarea de pintar su retrato. También atrajo el interés del diletante Lord Henry que se encargó de enseñar a Dorian los modos y maneras para desenvolverse en un mundo de sofisticación.
Con halagos Lord Henry sedujo a Dorian y le hizo creer que era muy especial debido a su excepcional belleza física. Convenció al joven de que estaba obligado a conservarla. Pero ¿cómo se pueden evitar los estragos del tiempo? Dorian empezó a estar muy preocupado por su apariencia. Qué pena, pensó que la imagen del cuadro siempre le mostraría como un joven radiante, feliz y guapo, mientras que él envejecería y se iría deteriorando.
«Me haré viejo, horrible, espantoso. Pero la imagen de este cuadro continuará siempre. ¡Si fuese al revés! ¡Si yo me conservase siempre joven y el retrato envejeciera! Daría cualquier cosa por eso! ¡Daría el alma!»
Y eso fue lo que sucedió. Los años pasaron sin que su físico mostrara el menor signo de envejecimiento o de cambios. A los 50 años parecía que tuviera 20. Ninguna arruga que pudiera reflejar las preocupaciones de la vida surcaba su rostro. Su secreto era el retrato, que envejecía por él y mostraba la fealdad de una existencia vivida sin sentimientos. Pero Dorian había escondido el retrato y nunca lo miraba.
Aparte de Dorian, nadie conocía la existencia del cuadro con excepción del pintor y de Lord Henry. Cuando el artista quiso ver de nuevo el retrato, Dorian le asesinó. No obstante, al final Dorian no pudo resistir por más tiempo la curiosidad que sentía, ni la inquietud creciente que le atormentaba por dentro. Se arriesgó a ir hasta el sótano donde lo guardaba y descorrió el velo que cubría el cuadro. La expresión retorcida y torturada del rostro envejecido que vio le causó tal horror que cogió un puñal y rasgó el lienzo. A la mañana siguiente, sus sirvientes encontraron a Dorian caído en el suelo frente al cuadro, con un puñal clavado en el corazón.