¿Qué es la intimidad y por qué es imprescindible conservarla?

Ferran Sáez Mateu, autor de La intimidad perdida, nos explica en este texto qué es la intimidad, en qué se diferencia de la privacidad y hasta dónde llega su profundidad filosófica. Con Descartes primero y con Montaigne después, la modernidad nació en el ámbito de la intimidad. ¿Qué ha ocurrido con ella en los últimos años? ¿Hemos perdido para siempre lo que nos hizo modernos?

La noción de privacidad está perfectamente definida por la ley. Intervenir una línea telefónica sin permiso judicial con el propósito de espiar, por ejemplo, constituye un delito tipificado. Aquí hay pocos matices a añadir. Sin embargo, la percepción de nuestra intimidad es subjetiva y elástica. Para algunas personas, la recolección y mercantilización de datos derivados de nuestra actividad en internet resulta intolerable, mientras que para otras esa actividad responde a una lógica que aceptan con normalidad: es la justa contrapartida de un servicio gratuito. Si existe consentimiento y transparencia en relación a los datos recogidos y posteriormente procesados no hay ningún problema ético ni, por supuesto, legal. Otra cosa muy diferente sería obtener esos datos de manera fraudulenta: sería una clara infracción de la ley. En definitiva: la vulneración objetiva de nuestra privacidad tiene poco que ver con la percepción subjetiva de nuestra intimidad.

Privacidad e intimidad son, pues, conceptos que aluden a cosas análogas y a veces casi intercambiables, aunque diferentes. Resulta habitual -y explicable- la yuxtaposición de ambos sentidos al usar un registro coloquial que no requiere matices adicionales. Sin embargo, no es tan normal ni tan justificable transformar en sinónimos ambos conceptos en contextos como el filosófico o el jurídico, en los que el matiz posee una dimensión que, paradójicamente, suele ir más allá del propio matiz: a menudo alude a aspectos substanciales de la cuestión. Lo privado se opone a lo público, sin duda; pero, ¿y lo íntimo? ¿Cuál es el verdadero alcance semántico de la noción de «intimidad»? ¿Qué la diferencia de la privacidad? ¿Son conceptos intercambiables? Hagamos la prueba. Nadie puede pretender, por ejemplo, mantener una «conversación privada» con Dios. Ese vínculo espiritual no es «privado», por supuesto, sino íntimo. Sería igualmente muy extraño hacer referencia a «iniciativas empresariales íntimas», pues su naturaleza real es evidentemente privada. La esfera de la intimidad subsiste en un ámbito que no tiene porqué ser privado: rodeados de gente, en el metro o en un estadio, nuestra mente puede albergar ideas o intenciones tan íntimas que resultan inconfesables. Y al revés: en la estricta intimidad de nuestro domicilio cerrado a cal y canto suceden cosas que no son, ni por asomo, íntimas. Es evidente, pues, que ambos términos no resultan realmente intercambiables, a pesar de su aparente relación de sinonimia.

Concretemos todavía un poco más. Lo privado se contrapone a lo público; lo íntimo, en cambio, a lo que no es compartible ni puede ser compartido sin que su sentido quede desvirtuado de inmediato. Lo privado puede pasar a ser público, y lo público ubicarse por determinadas razones en lo privado. Sin embargo, «lo-íntimo-compartido» constituye un sinsentido, dado que, por definición, justo en el momento en que se comparte deja de ser íntimo. No obstante, sin esa transacción en principio imposible no dispondríamos del gran legado de la poesía mística, por ejemplo. Si esgrimimos esta auto objeción es justamente para recalcar que nos hallamos ante una cuestión realmente compleja.

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En este ensayo íntimo (La intimidad perdida) se analiza partiendo de la distinción inevitablemente borrosa que acabamos de detallar, y se intenta no jugar con ella de manera errática. La privacidad es, en general, algo vinculado a consideraciones jurídicas y/o deontológicas. Posee además un trasfondo político ligado a la idea de libertad individual. La intimidad, en cambio, es un problema más cercano en muchos sentidos a la filosofía e incluso a la teología, y como tal parece oportuno explorarla. Más ejemplos y aproximaciones. La intimidad no es equiparable, sin más, al secreto; la ocultación institucional, tanto si es civil como militar, no es algo «íntimo». De hecho, para el astuto cardenal Mazzarino la gestión racional de esa ocultación constituía la verdadera esencia de la política. La intimidad tampoco es el mero resultado de la introspección o del recogimiento, ni mucho menos una especie de epígono extremo de la soledad ni de otras cosas por el estilo (la lista podría ser muy larga). Soledad e intimidad no tienen por qué ir unidas, como bien lo intuyó el flâneur Baudelaire en sus paseos por los bulevares llenos de gente del París fin de siècle. La intimidad, finalmente, no es tampoco nuestra (auto)consciencia, sino el ámbito en el que esta aflora en toda su plenitud. Al hablar de «consciencia» no nos referimos aquí a expresiones como «consciencia de clase» o «consciencia nacional», que son simples metáforas grandilocuentes referidas, en realidad, a una convicción asumida más o menos públicamente. La consciencia en sí misma -no la de clase, o la nacional, etc.- es otra cosa: reside en un lugar fuera de la mirada de todos donde constatamos, por ejemplo, que hemos actuado miserablemente; o, en el mejor de los casos, que hemos obrado con corrección. Las excusas son, por definición, ineficaces en el seno de lo íntimo, que siempre nos responde especularmente como un eco implacable -como un daimon socrático, incluso-. Ni siquiera es posible «mentir íntimamente»: el autoengaño habita en la tierra de nadie de lo que Freud hubiese llamado «racionalización», no en las estancias de la intimidad.

Lo íntimo discurre, pues, a través de una lógica propia, aunque tan extraña que a menudo resulta difícil de comprender en tanto que lógica. En ella confluyen oscura y vertiginosamente cosas tan diversas como el sexo y la espiritualidad, la defecación y la lírica, la paz interior y la locura, el misticismo más arrebatado y la cotidiana -o quizás anodina- vida familiar, la creatividad artística y el número secreto de nuestra tarjeta de crédito. En efecto, solemos optar por la intimidad física a la hora de copular, orar o defecar, entre otras cosas: ¡extraño conjunto! En cualquier caso, todo ello forma parte, de manera confusa o borrosa, de lo íntimo. Se trata de una agrupación de cosas en apariencia insensata, de una confluencia absurda que posee incluso un componente de comicidad. La intimidad, sin embargo, no es una palabra que designe algo indefinido: todos la hemos experimentado o bien rehuido. Debido a la naturaleza intrínsecamente especular que acabamos de comentar, no tiene porque tratarse de una experiencia agradable. En efecto, los espejos nos muestran a menudo cosas que no nos gustan -cosas que incluso nos dan miedo: la expresión perpleja de nuestros propios ojos-. Es la mirada extrema del Doble que exploró, entre otros, E.T.A Hoffmann (1776-1822) en Los elixires del diablo.

¿Qué es, pues, la intimidad? Incluso etimológicamente, la intimidad es un lugar, un ámbito inconcreto y difícil de definir, pero ámbito al fin y al cabo. Es significativo que el término derive de un superlativo relacionado con un concepto espacial, con una ubicación. En efecto, como ya lo hemos apuntado antes, la voz latina intimus es superlativo de intus («dentro», «dentro de», «en el interior de». Intus domus: «dentro de casa», es decir, en su interior). Etimológicamente, lo íntimo es lo que está más adentro. Indica así un espacio, un lugar específico que no puede identificarse tout court con la (auto)consciencia, en la medida que la contiene, y/o constituye su condición de posibilidad. Más allá de lo íntimo -es decir, más adentro todavía– ya no hay nada; a lo sumo, el silencio inexpresivo, el delirio o las lúgubres antesalas de la muerte. En este sentido, el término hace referencia a la interioridad extrema y dibuja, por tanto, un límite único: el de lo más interior posible.

El término «privacidad» deriva del latín privatus -y éste, a su vez, del verbo privare-. Hace referencia, en términos negativos, a lo que no es compartido. No podemos decir, por tanto, que lo privado sea «lo propio». Dicha simetría no resultaría coherente. No tendría sentido afirmar, por ejemplo, que mis manos son «privadas» por el hecho de ser indudablemente propias. Sí tiene sentido, en cambio, afirmar que mi domicilio es un espacio privado al no ser compartido por personas que no están autorizadas a acceder a él. Si lo íntimo nos remite a lo más hondo, lo privado dibuja una especie de valla o muro en el que los otros tienen vedado el acceso (el verbo «vedar», por cierto, tiene la misma raíz indoeuropea que «privar»). En efecto, per- es la base de preposiciones, adverbios o prefijos que significan «contra», «enfrente de», «alrededor de», etc. Por ejemplo, la palabra «perímetro» deriva de esa misma raíz a través del griego. Del prefijo latino pro, y concretamente del término proprius, surge «propiedad» o «apropiar». En definitiva: si lo íntimo señala superlativamente un límite vertical («lo más hondo»), lo privado remite, al menos en términos etimológicos, a uno de carácter horizontal, como en el caso de un cercado. Fijémonos que, más allá de la literalidad de la metáfora, ambos límites no son coincidentes. Definición irónica (o no): la privacidad es la intimidad perimetral.

La intimidad representa, en términos absolutos, el reducto más inexpugnable de la libertad humana, hasta el punto de que su vulneración puede estar asociada, en ciertos casos, a la violencia física o simbólica destinada a obtener los secretos que guarda una persona. Significativamente, esa coacción recibe el nombre de… intimidar. La intimidación no consiste simplemente en generar miedo, sino en conseguir que ese miedo se instale en lo más hondo de la consciencia, en que se asuma como algo propio a pesar de que su origen sea externo. El incierto bastión que nos protege de la intimidación -esa cámara acorazada y a la vez extraordinariamente precaria donde habita nuestra auténtica libertad- era para Montaigne una trastienda. Alude a ella en distintas ocasiones. Nadie podrá adentrarse en esa estancia hermética que contiene los elementos que forman parte de nuestra intimidad sin quebrantar previamente nuestra voluntad a través de la tortura, las amenazas o el engaño.

El uso de la intimidad como motor, o al menos catalizador, del pensamiento filosófico o de la creatividad artística no suele formar parte de los topoi de la historiografía académica, más entretenida en apolilladas y arbitrarias taxonomías decimonónicas que, supongo que por desidia intelectual, aún perduran (racionalismo vs empirismo, u otras contraposiciones que parecen tener como única función chapotear en la superficie más trivial de la historia de las ideas) A pesar de ello, y como se argumenta en La intimidad perdida, es justamente la incorporación de la intimidad como base sustentadora del pensamiento especulativo más radical lo que nos hizo modernos.

En el caso de Michel de Montaigne (1533-1592), que es un autor central en La intimidad perdida, fue a nivel expresivo: el ensayo constituye un nuevo artefacto argumental que permite que aflore lo íntimo en un contexto hasta ese momento insólito. En el caso de Descartes (1596-1650), es decir, del gran detonante de la filosofía moderna, y también del método científico, la intimidad entendida en su sentido más profundo permite el surgimiento de una duda metódica resultante de un ejercicio extremo de introspección, quizás el más decisivo de la historia del pensamiento occidental: el cogito.

En los albores tropezaremos con las Confesiones de San Agustín y otros textos -en realidad, muy pocos- en la misma línea, como por ejemplo los de la tradición mística española (el musicólogo Ramón Andrés, autor del prólogo de La intimidad perdida, la analizó precisamente desde la perspectiva de la noción de silencio en el ensayo No sufrir compañía). Hay otros precedentes, por supuesto, aunque bastante heterogéneos; ubicarlos en el contexto de la gestación de la Modernidad resultaría anacrónico y conceptualmente abusivo. La mirada de Agustín de Hipona (354-430) nos hizo ser sin duda más lúcidos, pero no exactamente «más modernos». Lo mismo podríamos decir de la Consolación de Boecio que, como afirmó en el siglo XV el humanista Lorenzo Valla, fue el último de los romanos y el primero de los escolásticos (ingeniosa a la par que exacta definición). En relación al tema que tratamos, el sabio piensa hacia adentro, mientras que la pretensión persuasiva del retórico nunca va más allá de la superficie. El territorio del sabio es la penumbra del espíritu, la intimidad. En las cada vez más estridentes redes sociales, en cambio, «la verdad se desintegra y se transforma en polvo informativo que el viento digital dispersa» (Byung-Chul Han, El espíritu de la esperanza).

que es la intimidad

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